De inicios...





No se trata de criticar una película y compararla con una escena de La Dolce Vita de Fellini, la maestría de las películas de Kurosawa o la complejidad de Bergman. Tampoco sé tanto de cine, no padezco total ignorancia, pero diariamente aprendo algo más, algo que tal vez por la mayoría era conocido pero acabo de descubrir, o genuinas novedades; ésto se trata simplemente de compartir ese gusto que raya en patología, por el cine.

Esta enfermedad me ha acompañado desde la niñez, aunque ha ido agravándose con el tiempo. Recuerdo a mis padres (autores intelectuales de éste mal) llevándome 1 o 2 veces por semana a un pequeño cine en el sur de la Ciudad de México, rodeado por grandes árboles, lo que le daba un toque más fantástico a la ya de por sí emocionante experiencia; fue en ese cine donde conocí la tristeza profunda y que se puede llorar descaradamente en un cine sin pena o tapujos, la película era “L’Ours” (El Oso), de 1988 de Jean-Jacques Annaund, producción francesa basada en la novela del estadounidense James Oliver Curwood; la historia va de un pequeño oso que queda huérfano en los primeros minutos, y después es acompañado y cuidado por un oso adulto, pero no pueden disfrutar mucho tiempo de calma porque pronto son perseguidos por cazadores; premisa  suficiente para inducir al llanto incontrolable a una niña de 6 años, acompañado por la cara de “tiene que aprender que no todo es felicidad” de los padres, ante la mirada juzgona de los demás espectadores.

Sobreviví a mi primer recuerdo de llanto en el cine y aprendí que el llanto dura 2 horas o menos, el mundo no acaba ahí y los osos no sufrieron ningún daño durante la filmación de la película; desde ese día todo ha sido una bola de nieve que sigue juntando escenas de llanto, risa, sorpresa, bostezos y muchos sentimientos más en cientos de salas de cine, rodeada de desconocidos.

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